Compartimos con ustedes la colaboración de nuestro blogger invitado, Julen
Julen Osa es Magister en Psicología por la Universidad del País Vasco, España. Consultor y facilitador internacional en formación de formadores con metodología CEFE y experiencia en temas de desarrollo de capacidades y habilidades socio-emocionales, lucha contra la violencia hacia la mujer, equidad de género y masculinidades.
Ellas no son princesas
En algún momento de la Historia, alguien llega a la conclusión de que hay una predisposición natural a ser, parecer, pensar, sentir y vivir de una determinada manera dependiendo del sexo. Concluyen que cada sexo tiene sus propias características y que por lo tanto debe realizar sus propias labores. El género y sus roles acaban de ser conceptualizados, conformando el constructo social que convierte a las mujeres en seres femeninos orientados hacia el trabajo reproductivo, y los hombres en sujetos masculinos centrados en el trabajo productivo. Constructo social que condiciona las representaciones simbólicas de cada sexo y designa desiguales oportunidades de desarrollo.

El género y sus roles han otorgado al hombre una posición privilegiada sobre la mujer mediante un modelo de masculinidad basada en valores de fuerza, poder, competitividad e imposición, que devalúa lo femenino y la esfera afectivo-emocional. Con el paso del tiempo, por medio del proceso de socialización de género hemos reproducido y consolidado la desigualdad entre hombres y mujeres, que permanece invisible porque hemos interiorizado que la vida tal y como la conocemos tiene una estructura sexuada.
Sin embargo, y gracias al trabajo realizado en pro de la equidad de género, las sociedades se están transformando; experimentan cambios que son visibles especialmente en el caso de las mujeres. Su mayor participación en la esfera laboral, acceso a todos los niveles educativos, mayor presencia en el ámbito educativo, cultural, y en menor medida, en el ámbito del poder y la toma de decisiones, están marcando el rumbo hacia sociedades más igualitarias. Pero a pesar de ello, los datos sobre el mercado laboral, el trabajo doméstico, la participación sociopolítica, la violencia contra la mujer o la feminización de la pobreza, son síntomas de una sociedad desigual con una jerarquización de las relaciones entre hombres y mujeres.

Repensando la Masculinidad
Para igualar las posiciones desde las que partimos hombres y mujeres, el actual discurso de la prevención de la violencia contra la mujer plantea la necesidad de establecer un nuevo modelo de masculinidad, alternativa, con una nueva visión sobre las actitudes y pautas de conducta que redefinan el concepto de lo masculino. En este sentido, hoy, los hombres tenemos la oportunidad de renunciar a los rasgos y valores impuestos en un ejercicio de des-empoderamiento voluntario masculino. Podemos eliminar resistencias para contemplar la cantidad de espacios y actitudes con las que imponemos nuestro poder sobre las mujeres, y aportar una nueva mirada a lo que significa “ser hombre”. Tenemos la capacidad de hacer un insight acerca de lo limitador que resulta la hegemonía y reivindicar la deconstrucción de la masculinidad como un proceso de ampliación de capacidades, como herramienta de bienestar frente al lastre cultural y económico que supone la exclusión y marginación de las mujeres.
En consecuencia, se plantea el desarrollo de una nueva masculinidad como hoja de ruta hacia un modelo social más igualitario y beneficioso para hombres y mujeres. Es evidente que prácticas más igualitarias por parte de los hombres suponen beneficios directos para las mujeres cercanas a ellos. Pero los hombres también nos beneficiamos al desarrollar actitudes más igualitarias en nuestra vida; ser un hombre más igualitario supone asumir una serie de responsabilidades que, con el tiempo, nos proporciona un mayor bienestar emocional porque cambian nuestras percepciones, conductas y actitudes hacia las mujeres, lo que nos libera de la presión y el estrés que genera la necesidad de encajar en un prototipo de masculinidad.
Téngase en cuenta que el bienestar emocional no es gratuito; para llegar a esa liberación de la carga que portamos, los hombres debemos renunciar a una serie de privilegios de los que nos beneficiamos y que son inherentes al patriarcado: predominamos sobre las mujeres en los órdenes más variados -incluyendo el político y el económico-, nos beneficiamos del trabajo reproductivo realizado mayoritariamente por ellas y el linaje se transmite por la vía masculina. Pero ser hombres más igualitarios no sólo implica renunciar al poder detentado, también requiere asumir una serie de responsabilidades que serán desconocidas para muchos: dedicarle tiempo a la paternidad, compartir las tareas del hogar, ayudar a otras personas, rechazar cualquier producto o publicidad que patrocine el sexismo, ser más empáticos, no quedarnos callados ante cualquier manifestación de machismo, estar informados, ser inclusivos, etc. La deconstrucción de la masculinidad hegemónica supone renunciar a los roles tradicionales que ejercemos en gran cantidad de espacios, llevando a cabo un des-empoderamiento masculino que se traduce en una asunción de responsabilidades.
En este sentido, ser un hombre más igualitario también supone obtener beneficios concretos como disfrutar de una paternidad más plena, mayores ingresos para el hogar y menor preocupación económica, no consumir la vida en el mundo productivo, entender mejor el entorno, tener más opciones de realización personal, incrementar la autoestima, mantener lazos de amistad, mayor salud emocional, mejora de la calidad de vida reduciendo la predisposición a sufrir infartos, accidentes, toxicomanías, penas de cárcel, estrés, soledad, depresión,… en definitiva: ser más felices.
Incluso la sociedad se beneficia directamente de que los hombres asumamos posiciones y comportamientos más igualitarios. De hecho, los países con mayor Índice de Desarrollo Humano son más igualitarios. O puede que el fenómeno sea a la inversa: los países más igualitarios se desarrollan más y se incrementa la calidad de vida de las personas.
De acuerdo con lo mencionado, es evidente que existen muchas razones para materializar un cambio en la masculinidad hegemónica, pero independientemente de todas, debe ser a partir de una razón de conciencia, una razón ética, desde la que debe modificarse el paradigma de lo masculino. La sociedad debe reivindicar y apoyar incondicionalmente que los hombres optemos por actitudes, posicionamientos y prácticas más igualitarias. Esta reivindicación es absolutamente legítima porque la igualdad es un derecho humano y un valor de convivencia, por ello todos los hombres tenemos la responsabilidad de actuar y generar cambios, ejerciendo nuestra responsabilidad de des-empoderamiento. Responsabilidad desde el punto de vista semántico de la propia palabra, atendiendo a su connotación de deuda moral de reparación, es responsabilidad de los hombres desarrollar una nueva masculinidad, sin necesidad de atender a beneficios, aportando una nueva manera de pensar, actuar y ser respecto a las mujeres. Por justicia histórica, porque cada generación es más inteligente que la anterior o simplemente porque es un derecho de las mujeres disfrutar de una vida plena y con todas las opciones de desarrollo.
En este sentido, centrar el discurso de la prevención de la violencia contra las mujeres en los beneficios derivados de las nuevas masculinidades, y por ende tratar de seducir a los hombres-masculinos con este argumento, es algo aberrante. No se va a ocultar lo evidente, es cierto que hay una ganancia derivada, pero no es ético hablar de los beneficios que acarrea el dejar de pisar a los demás para dejar de hacerlo. Sería como defender la abolición de la esclavitud para dinamizar la economía.
No es menos cierto que el discurso de la nueva masculinidad es funcional al patriarcado al reproducir viejos esquemas muy extendidos. Nos preguntamos ¿qué podemos hacer los hombres por las mujeres? Como caballeros que salvan princesas, como si los hombres fuéramos sujetos liberados de opresión y nos limitáramos a ejercerla. Desde este enfoque, utilizamos estas premisas sexistas siguiendo el mismo esquema del hombre como sujeto activo opresor y la mujer como objeto pasivo oprimido. Hablamos de “nueva masculinidad” reforzando el mensaje ellos agreden, ellos deben cambiar. Hay demasiada tendencia a victimizar a las mujeres y a no hacerlas sujetos activos de resistencia. Todos y todas debemos articular un cambio para eliminar la violencia que estructuralmente ejercemos unos a otras y otros, y rebelarnos contra la misma estructura que nos oprime a unos y otras.
Hombres y mujeres somos oprimidos -en distinta medida- por el patriarcado como estructura de poder. En cuanto los hombres no encajamos en esa visión mitológica de lo masculino somos apartados al grupo considerado como “femenino” y desposeídos de cualquier privilegio. Pensemos en el hombre homosexual, el hombre cobarde, el hombre sensible o el hombre travestido, por ejemplo. El patriarcado inhibe el desarrollo del potencial de hombres y mujeres y manipula nuestros deseos, haciendo que constituyamos piezas que encajan y articulan esta estructura de poder. Los hombres debemos desear, poseer y conservar a las mujeres, y ellas deben desear ser deseadas. Y lo pagamos a un elevado precio. En el caso de los hombres, porque al ser el objeto de deseo un objeto exterior, se corre el riesgo de un empobrecimiento de la líbido, que, sumado a factores derivados de la masculinidad predominante como bajas habilidades emocionales, provoca un deterioro en la capacidad de proteger la propia vida, por lo que necesita poseer y conservar a una mujer que lo cuide. En la misma línea y en el caso de las mujeres, porque necesitan sentirse deseadas para poder quererse a sí mismas, es por ello que requieren un hombre que las ame y satisfaga su narcisismo neurótico.
Bajo este prisma, si entendemos que el cambio les corresponde a los hombres en tanto son los agresores, el discurso de la nueva masculinidad resulta estéril, puesto que continúa cargando el lastre patriarcal que filtra la percepción de lo real. Cambia el continente pero no el contenido. La visión y el alcance del discurso deben extenderse e ir más allá, involucrando a las mujeres en su papel de agentes de cambio en el paradigma de lo femenino. Porque ellas no son princesas. Hombres y mujeres somos parte de lo que debe ser una transformación de los posicionamientos, prácticas e identidades que nos representan socialmente y determinan la manera en la que nos relacionamos las personas. Hombres y mujeres debemos abolir el concepto del género para poder desarrollar nuestra personalidad y nuestras capacidades con plenitud. Y en este aspecto, a esa razón ética para el cambio, se le añade una razón política.